Buenos Aires, 1 abril (PR/22) — Ese día, el 25 de mayo de 1982, el Día de la Patria, amanecimos con la peor noticia. En la primera salida de la mañana, muy temprano, habían derribado al capitán Hugo Palaver, que había salido con Daniel Gálvez. El salteño regresó en un vuelo muy accidentado.
Palaver era nuestro oficial de operaciones y una persona de una integridad absoluta, un gigante, un líder nato y los gringos de mierda nos habían arrebatado a ese grande, a nuestro as de espadas. No fue fácil digerir ese momento. Resultaba el quinto derribo que sufríamos y la estadística nos empezaba a jugar en contra.
En nuestros íntimos pensamientos, aunque hiciéramos lo mejor que nos saliera, estaba el fantasma de ser derribados. Ansiábamos que la guerra terminara de una vez y que la vida volviera a la normalidad, volver a nuestras familias, a esa vida que todavía no habíamos llegado a disfrutar porque éramos muy jóvenes; esposa, una hija de 11 meses y esperando la segunda en mí caso, y todos los pilotos en situaciones parecidas. Y los solteros ni hablar, ilusionados con ese casamiento que algún día se iba a concretar.
Aquel 25 de mayo de 1982 nos quedaba un día interminable por delante, así que había que volver a la concentración. Palaver había sido derribado por un misil del Destructor T 42 Coventry que, junto con la Fragata T 22 Broadsword, había sido desplazado a mar abierto para lograr una mejor efectividad con sus radares.
Estaban posicionados unas 30 millas al norte de las islas, constituyendo un piquete de radar que nos tenía a mal traer a los cazas y a todo el que se aproximara a la zona. Ya lo habían demostrado con el derribo del “Turco”.
El capitán Pablo Carballo quedó a cargo de las operaciones del escuadrón y estaba armando el plan de vuelo, por lo tanto, la escuadrilla “Cruz” no tenía ninguna posibilidad de salir como segunda o tercera opción; estábamos primeros en la lista para las salidas del día.
Nos llegan las órdenes para prepararnos y se armaron las escuadrillas. Los objetivos asignados eran dos buques al norte de la isla de Borbón, el letal Coventry con sus misiles Sea Dart de última generación, acompañado por la Broadsword, con misiles Sea Wolf, y ambos barcos con cañones de 4,5 pulgadas que tiraban granadas que explotaban por proximidad delante del avión que pudiera haber penetrado la defensa misilística.
El clima en los búnkers era de mucha euforia contenida cuando llegábamos los pilotos en una F-100 azul carrozada que se desarmaba sacudiéndose en ese trayecto de dos kilómetros de ripio y pozos levantando polvareda y conducida diestramente por uno de los colegas que quedaba en tierra.
Los mecánicos y armeros que con dedicación habían estado trabajando toda la noche para poner los aviones en condiciones no nos querían alterar los ánimos. Sabían que esos minutos de contacto con ellos antes de subir a los aviones posiblemente fueran los últimos de alguno de nosotros y respetaban ese momento de concentración. La revisión de las carpetas era una formalidad, confiábamos ciegamente en su trabajo y en su palabra cuando nos decían, “El avión está OK”.
Si hablamos de miedo, ése era el momento de la verdad, el punto de no retorno, todo se iba haciendo con las piernas temblequeando. Caminar hacia el avión, subir esa escalera tambaleante que a veces nos jugaba una mala pasada y ese malabar de pierna sobre la cabina para ocupar el puesto sobre el asiento eyectable de nuestros viejos A-4 era un ritual que nos identificaba.
Pero antes de eso, en la inspección exterior, habíamos chequeado la bomba que transportábamos, un gran artefacto explosivo de 1.000 libras (500 kilogramos) de peso y gran poder destructivo.
Seguro de espoleta afuera y ¡lista para cumplir su tarea! Ubicados en la cabina, que era muy pequeña, y con el equipo extra de supervivencia y traje anti-exposición por si caíamos al agua helada, entrabamos con calzador.
Los vuelos duraban tres horas promedio, así que había que acomodarse lo mejor posible; no había forma, por más que quisiéramos, no era fácil encontrar posición.
El mecánico nos ayudaba a abrochar los arneses al asiento y era el último que nos deseaba suerte con una cálida palmada, bajaba, retiraba la escalera y comenzaba el ritual de la puesta en marcha.
Sentir la turbina que empieza a girar a nuestra espalda producía diferentes sensaciones. En la paz era muy romántico, todos observaban el diálogo por señas entre mecánico y piloto y ese ruido que arrancaba muy grave, de la turbina impulsada por la presión del compresor externo y se volvía más agudo a medida que iba ganando revoluciones hasta llegar al encendido y la turbina estabilizada en relanti. Las superficies de comandos se empezaban a mover y el avión cobraba vida.
En la guerra, en cambio, todo esto era como si no importara, nada de esto se disfrutaba, tenía que funcionar rápido y punto. Al cerrar la cabina se producía un aislamiento del exterior y solo se escuchaban los ruidos de la turbina y de la radio, pero muy silenciados gracias a la insonorización de nuestros nobles cascos. En ese ambiente ya no quedaban intermediarios, eran el avión y el piloto.
Los mecánicos nos saludaban y en ese momento descargaban la pasión por su trabajo, una bandera argentina flameando y los brazos en alto nos daba ese último empujón, llevábamos su mensaje, ¡no les podíamos fallar!
Rodamos en silencio hasta la cabecera de pista, nos ubicamos en posición, nos miramos con Pablo cabina a cabina, estábamos a 10 metros de distancia y sin dudar y a su seña soltamos frenos. Eran las dos de la tarde en punto.
Potencia máxima, el corcoveo del avión hasta alcanzar velocidad, el rugido del motor y los slats que se acomodaban nos hacían olvidarnos de cualquier cosa o pensamiento diferente a lo que estábamos haciendo.
Al costado, los “Zeus” que esperaban, ingresaban a pista para despegar detrás de nosotros. La estrategia, si es que la hubo, fue atacar con sorpresa, de manera que se programó esta salida sin reabastecimiento en vuelo, rumbo lo más directo hacia el objetivo y atacaríamos con diferencia de un minuto entre las dos secciones.
El vuelo fue tranquilo, Dios nos había regalado un día hermoso para volar, la meteorología estaba muy buena, día claro con buena visibilidad.
Costaba mantener un silencio de radio, aunque a Pablo le costaba más, eso es seguro. Y yo eso lo disfrutaba, a mí me gustaba volar tranquilo sin ruidos. Por otro lado, no me imaginaba el escenario que se venía, sí, eso me acuerdo bien, habíamos quedado en adoptar para el ataque una formación lateral y no muy distante, de manera de tratar de confundir a los radares (y eso nos daría buen resultado).
El vuelo hasta el descenso transcurrió con normalidad, en altura podemos mantener más distancia entre aviones lo que lo hace más relajado. Al comenzar el descenso para evitar la detección radar nos empezamos a acercar y ahí el avión y uno se ponen más briosos. Uno juega más con el motor y los frenos aerodinámicos, hay cambio de velocidad y de actitud y el control del avión es, para el que forma, más dinámico.
A medida que nos acercábamos al terreno, el avión se encabritaba por la turbulencia mecánica proveniente de las sierras y acantilados que íbamos cruzando, y uno tenía instintivamente la intención de acelerar; con la turbulencia a veces la palanca del acelerador se movía y había que controlarla.
Estábamos cruzando la Gran Malvina de sudoeste a nordeste, chequeamos armamento y conectamos la máster de armamento. Lo único que quedaba era apretar el botón de bombas de la palanca. Había que tener cuidado con la turbulencia -la cabina a veces parecía una coctelera- de no apretar accidentalmente el botón de bombas de la palanca porque la bomba se soltaba y todo el esfuerzo se perdería.
Yo estaba formado a la izquierda de Pablo en la posición convenida, lateral unos 15 grados atrás y a unos 30 metros y un poco más bajo. Veía pasar las sierras a gran velocidad, no le podía sacar la vista al otro avión, ya que mantener la formación era vital. El motor sonaba muy bien, cómo un violín, eso me tranquilizaba. Con el rabillo del ojo izquierdo espiaba hacia adelante y faltaba poco para abandonar la costa, se empezaba a ver mar abierto al frente. Estábamos bajo y acelerando.
Pablo cada tanto salía al aire con expresiones como, “Vamos chicas”, “Vamos bien”, “Vamos canejo” o “carajo”, dando ánimo al grupo y dándose ánimo a él fundamentalmente, como en el tenis. Y el gallego Mariano Velasco y Jorge “Bam Bam” Barrionuevo venían un minuto atrás de nosotros, un poco desplazados a la derecha de nuestra ruta, no los escuchaba.
La situación era diferente que en San Carlos; esto era a mar abierto, con mucho tiempo de exposición. Las fragatas tenían todo a su favor, cuando apareciéramos en sus radares ¡nos iban a tirar con lo que no tenían! Yo me decía a mí mismo: “Estamos en el horno, de ésta no volvés, flaco”.
Con el aumento de velocidad el avión vibraba mucho, necesitábamos máxima velocidad, 470 nudos o lo que dieran los A-4.
Ya a mar abierto la sensación fue de desamparo ante la inmensidad de ese hermoso mar helado. Volar sobre tierra nos daba cobertura, cierta seguridad. Y en ese momento las vi, estaban en el horizonte las dos fragatas, siluetas inconfundibles, gris oscuro, humeantes y parecían estáticas a la distancia; todo parecía un cuadro. Estaban a unas 20 millas, lo que a nuestra velocidad eran tres minutos más o menos.
Ahí bajamos lo más posible, pero respetando el agua, era difícil de calcular la altura sobre el agua, sin referencias y sin radioaltímetro. Carballo se puso eufórico: del “Vamos chicas” pasó a un “¡Ahí están gringos de mierda!”, más un fuerte “¡Viva la Patria!” y a partir de ahí silencio, concentración.
Aferramos el motor a pleno gas y encaramos la fragata que estaba a nuestra izquierda, que resultó ser la Broadsword, era la que nos quedaba mejor para el tiro. Yo lo miraba al “uno” (Carballo), pero empezaba a ver la fragata cada vez más grande; se veía una cortina de metralla, con piques delante de nosotros y a los costados, no nos pegaban por suerte o no se por qué.
La Broadsword se desplazaba de izquierda a derecha a unos 35 nudos y a su derecha el Coventry maniobraba. Teníamos que seguir la trayectoria por tanto íbamos corrigiendo nuestro rumbo hacia la derecha para que no se nos escapara de nuestra visión de mira.
En una foto (ver imagen a continuación) que nos sacó un marinero de la Broadsword se puede ver clarito que estamos en viraje a la derecha y se ven los piques de munición en el agua. Lo últimos segundos pasan rápido, alcanzamos a pasar de la mitad hacia la popa de la fragata y le tiramos las bombas cada uno de acuerdo a la puntería que pudo hacer.
Pasamos por arriba de la popa y en ese momento fue como pasar la puerta del cielo en sentido opuesto, seguíamos increíblemente vivos los dos.
Veo por el espejo que el Coventry dispara un misil Sea Dart que sale vertical; no constituía un peligro para los aviones que escapaban, o sea nosotros, pero los “Zeus” estaban entrando al Coventry y les grito, “¡misil, misil!”
Velasco pasa por el medio de la Coventry y le tira tres bombas de 500 libras. Acierta y penetran perfectas en el centro de la fragata, apenas sobre la línea de flotación; explotan y en 20 minutos se hundió el azote de los cazas.
Los “Zeus” vieron humo salir de la popa del Broadsword, una de nuestras bombas había impactado, había hecho un “patito” en el agua y había penetrado por la banda de estribor en trayectoria ascendente, con orificio de salida en la plataforma del helicóptero Linx que estaba en la cubierta.
La bomba causó daños por el propio impacto, pero cayó al agua explotando en el mar. Hacer puntería fue difícil porque estando a la izquierda y la fragata desplazándose a toda marcha hacía la derecha se me iba desplazando, y lo que a la distancia parecían estáticas al acercarnos la velocidad empezó a ser significativa y por ende quedamos con poco margen para corregir en el tramo final del ataque.
También tuvimos problemas con la sal acumulada en el parabrisas oval de Carballo, lo que le dificultó la visión hacia adelante (el mecánico le había limpiado la silicona que le habían puesto antes de salir, pensando que estaba sucio).
De todas maneras, el helicóptero quedó destruido y los daños en la popa la inutilizaron a la Broadsword para el resto de la guerra. A la salida fue una euforia de gritos, con “Bam Bam” Barrionuevo diciendo: “¡Le pegó señor, lo vi clarito, pegaron las tres en el centro!”, le aseguraba a Velasco. Mariano tiraba muy bien, un lujo.
De pronto, ya fuera de alcance de aquel misil, Pablo me dice: “Me pegaron dos, atento que me voy a eyectar”. Y yo le digo: “Espere, espere, lo estoy viendo, no veo nada raro”. Entonces se tranquiliza, le formo abajo del plano del avión y no vi nada, ninguna pérdida, estaba todo bien, pasé a formación de ruta y apuntamos para el continente.
Los buques tuvieron sus problemas, ya que nuestra formación confundió sus radares, no identificaban el eco, tuvieron que resetear la computadora de tiro y por último la Broadsword se le cruzó al Coventry tapándole la visión del tiro, todo esto en el trascurso del último minuto antes de nuestro ataque.
La euforia a la vuelta era enorme, se olfateaba que el Coventry estaba mal herido y la Broadsword, averiada, mientras nosotros cuatro regresábamos a la base festejando ¡como después de la goleada contra Perú!
La toma de altura en el tramo de regreso era el momento del vuelo para disfrutar, lo único que podía pasar habiendo sorteado las circunstancias del combate era que nos quedáramos sin combustible antes de llegar por excesivo consumo en el rasante. En eso estábamos bien, tratamos de respetar el “mosca” (mínimo combustible para el retorno con un sobrante), para no quedarnos sin el precioso jugo.
Y lo otro era la plantada del motor; con un solo motor el riesgo de plantada siempre estaba y ahí no había otra que caer al agua, con pocas esperanzas de ser rescatados (los buques de rescate habían sido atacados por la aviación pirata). Pero teníamos confianza en nuestros aviones, nunca nos dejaron “a pata” en la guerra, aunque en tiempos de paz varios son los que probaron el asiento eyectable.
Al divisar la pista de Río Gallegos le digo al “uno”, “Señor, es el Día de la Patria, ¿hacemos un pasaje por la ciudad?” “¡Está loco, ´Rinche´!”, me dice, “¿Quiere que nos tiren los nuestros?”, acota. El recibimiento de los mecánicos fue muy emotivo, no lo podían creer.
Salvamos el honor del “Turco” Palaver, que Dios lo tenga en la gloria. Resultado de la operación: destructor T 42 Coventry, hundido; fragata T 22 Broadsword, averiada. Los cuatro halcones regresados sin novedad.