El debate sobre la dolarización ha estado dominado por los vaivenes de la Argentina. Adormecido en 2002, fue despertado por la agudización de un nuevo ciclo de populismo y alta inflación.

Buenos Aires, 4 de junio, (PR/24).- Se podría decir que el debate sobre la dolarización comenzó hace casi medio siglo, cuando en junio de 1973 Milton Friedman declaró frente al Congreso norteamericano que a la Argentina le convendría adoptar el dólar, ya que su política monetaria condenaba al país a una alta inflación (en aquel entonces la inflación anual de Estados Unidos rondaba el 6% y la de la Argentina 65%). En opinión de Friedman un tipo de cambio flexible era lo ideal para países avanzados, pero no para aquellos con inflación endémica.

Sin embargo, esta recomendación de Friedman cayó en saco roto. Durante los años setenta y ochenta la mayoría de los países del Cono Sur, incluso Chile con los “Chicago Boys”, adoptaron regímenes cambiarios híbridos. Por ejemplo, en la Argentina a partir del 20 de diciembre de 1978 tuvimos un esquema de crawling peg con una tasa de devaluación decreciente (solo Alejandro Estrada era partidario de la dolarización en aquel entonces). Conocido como la “tablita”, un esquema similar había sido adoptado bajo la presidencia de Illia. En un escenario de apertura económica, las autoridades esperaban que el tipo de cambio doblegaría gradualmente la inflación hasta que se pudiera adoptar una paridad fija, lo cual supuestamente se lograría en marzo de 1981. El plan fracasó debido en parte a la inconsistencia entre la tasa de devaluación y la de expansión del gasto público, lo cual llevó a una fuerte apreciación del peso. Además, la crisis bancaria de 1980 generó gran incertidumbre, que fue magnificada por las declaraciones públicas del gobierno entrante respecto a un eventual cambio de régimen. La “tablita” terminó en una de las peores crisis cambiarias de la historia: una devaluación de 200% en un plazo de seis meses. Luego de la guerra de las Malvinas y el default de 1982 la posibilidad de una dolarización se hizo cada vez más remota. Mas aún con la llegada de Raúl Alfonsín al poder en 1983. El plan Austral comenzó con un tipo de cambio fijo, que duro pocos meses y fue seguido por un crawling peg con controles cambiarios y tipos de cambio múltiples, que se ha convertido en el régimen preferido de nuestros gobiernos.

Fue durante la primera hiperinflación de 1989 que Aquiles Almansi y Carlos Rodríguez plantearon por primera vez públicamente una dolarización o una caja de conversión para la Argentina. Menem optó en vez por el plan Bunge y Born que intentó fijar el tipo de cambio. A los cinco meses otra hiperinflación se llevó puesto este régimen cambiario y revivió el proyecto de un régimen cambiario duro. Guillermo Calvo y Roque Fernández diseñaron un plan para desactivar la emisión monetaria endógena los pasivos remunerados del BCRA que debía implementarse juntamente con una caja de conversión. En paralelo, el economista Eduardo Curia propuso una dolarización. El ministro de Economía Erman González rechazó ambas propuestas porque, en su opinión, atentaban contra la soberanía (notable razonamiento ya que lo que atentaba contra la soberanía era la inflación rampante). Pero decidió adoptar el plan de saneamiento del BCRA que no tenía mucho sentido sin una dolarización o una convertibilidad.

Finalmente, en marzo de 1991 Cavallo inauguraría la primera década de estabilidad duradera desde 1945 con la Ley de Convertibilidad. La adopción de este régimen monetario tan inusual en ese entonces (sólo en Hong Kong existía algo parecido) desató un intenso debate entre los economistas respecto a cuál era el mejor régimen cambiario para economías emergentes: las posiciones se dividieron entre fix vs. flex. En realidad, en la mayoría de estos países las autoridades exhiben fear of floating (temor a la flotación), por lo cual, en realidad, fue un debate entre regímenes de paridad fija vs. regímenes híbridos y discrecionales.

Un esquema de convertibilidad como el adoptado en la Argentina en 1991 parecía ofrecer los mismos beneficios que una dolarización en términos de credibilidad y estabilidad, pero, supuestamente, a un menor costo, ya que le permitía al banco central preservar los ingresos por señoreaje (los intereses percibidos por las reservas internacionales). A fines de 1997, luego de la crisis del Sudeste Asiático, un equipo del Ministerio de Economía comenzó a trabajar sobre un proyecto de dolarización. Un elemento clave de este proyecto era un acuerdo con el gobierno de Estados Unidos para que la Argentina no perdiera los ingresos por señoreaje, que en 1998 se estimaban en alrededor de 965 millones de dólares (aproximadamente 0,3% del PBI).

A principios de 1999, luego de la devaluación de Brasil, el presidente Menem anunció una dolarización oficial, generando un intenso debate entre los economistas. Ricardo Arriazu, Alberto Benegas Lynch (h), Pedro Pou, Enrique Blasco Garma, Jorge Ávila, Gabriel Rubinstein, quien fuera viceministro de Massa, y otros destacados economistas opinaron a favor. Fuera de la Argentina, la dolarización tuvo entre sus defensores a algunos de los economistas más brillantes del momento: el Nobel Robert Mundell, Alberto Alesina y Robert Barro de Harvard, Rudi Dornbusch de MIT y el argentino Guillermo Calvo, entonces en la Universidad de Maryland. También había momentum político en el gobierno y el Congreso norteamericano. El entonces Secretario del Tesoro, Larry Summers, apoyaba la dolarización desde sus épocas como economista jefe del Banco Mundial. El senador Connie Mack (Republicano de Florida) presentó un proyecto para que el Tesoro de Estados Unidos compensara a aquellos países que adoptaran el dólar como moneda de curso legal. Pero el proyecto no se logró materializar. No hay duda de que si en enero de 1999 la Argentina hubiera adoptado el dólar como moneda de curso legal hoy tendríamos un país más próspero y estable del que tantos argentinos buscan emigrar.

Con el nombramiento de Domingo Cavallo al ministerio de economía en marzo de 2001, la dolarización fue nuevamente archivada. El traumático fin de la Convertibilidad cerró el debate entre fix y flex. Se juzgó que la flexibilidad era más importante que la credibilidad. Se le achacó a la paridad fija incapacidad para amortiguar shocks externos y/o para disciplinar al fisco y se aceptó como premisa que esta incapacidad había sido la principal causa de su desenlace. En realidad, lo que lo que llevó a la Argentina al desastre de 2002 fue el embate de la vieja política apegada al dinero blando –encarnada por Alfonsín y Duhalde con fuerte apoyo del lobby devaluador. La falta de liderazgo en la Casa Rosada, una serie de errores no buscados y el ataque a las Torres Gemelas se agregaron para generar un cóctel explosivo. Sea como fuere, el campo flex cantó victoria y dio la vuelta olímpica. La mayoría de los economistas del campo fix, “metieron violín en bolsa” y se enfocaron en otras cuestiones. La muerte súbita de Dornbusch en 2002 privó a la causa dolarizadora de uno de sus defensores más brillantes. Menem siguió enarbolando, aunque con menos entusiasmo, la bandera de la dolarización, pero su decisión de no presentarse al ballotage en 2003 puso “en coma” al proyecto.

Argentina sigue dominando el debate sobre la dolarización porque es el país en donde adoptar el dólar tiene más sentido. ¿Por qué? Hay varias razones. Destaco las más importantes. Primero, porque los argentinos ya han hecho esa elección por decisión propia para protegerse de la inflación. Segundo, porque el peso está condenado a desvalorizarse de manera inestable debido la combinación de anomia institucional aguda y populismo endémico hacen que la política económica se guíe siempre por consideraciones de corto plazo. Este cortoplacismo es el principal síntoma de la “enfermedad de inconsistencia temporal”. El remedio para esta enfermedad es un mecanismo de compromiso que resista el embate de lobbies y políticos adictos a la maquinita.

Desde el fin de la Convertibilidad, la experiencia argentina nuevamente demostró que la flexibilidad en manos de gobiernos fiscalmente irresponsables y temporalmente inconsistentes lleva al desastre. Excepto en breves períodos que probaron ser insostenibles, la política cambiaria no amortiguó shocks externos sino todo lo contrario. El tipo de cambio real se apreció más con flexibilidad que con la Convertibilidad, lo cual requirió una panoplia de controles cambiarios, el cierre de la economía y serias distorsiones en la asignación de recursos. Con pleno control sobre la política fiscal y monetaria, sucesivos gobiernos lograron llevarnos nuevamente a las puertas de una hiperinflación. A esta altura claro que la falta de credibilidad es el principal problema que enfrenta cualquier intento de estabilizar la economía argentina.

Lo que en realidad probó el fin de la Convertibilidad fue su inviabilidad en países que padecen de anomia institucional aguda y populismo endémico como la Argentina. El ajuste “brutal” que supuestamente no se podía hacer con un tipo de cambio se hizo con una mega-devaluación. El fin de la Convertibilidad, también demostró otras tres cosas muy importantes. Primero, que, en estos países un régimen de tipo de cambio fijo es incompatible con un régimen de reservas fraccionarias en el que coexisten el dólar y la moneda local. Ante cualquier temor de una devaluación, se genera una dolarización financiera que agudiza el descalce cambiario. Segundo, dado que el sector público es deudor mayormente en dólares, cualquier devaluación tiene fuerte repercusión sobre el equilibrio fiscal. Tercero, aunque no hay una cura fácil para la anomia institucional y el populismo endémico, la dolarización es el sistema que ofrece mayores chances de morigerar sus efectos más perniciosos.

Esto no es una presunción sino un dato. Durante los diez años que gobernó Ecuador, Rafael Correa detentó más poder que los Kirchner en la Argentina y sus políticas fueron tanto o más nocivas. Intentó por todos los medios sacarse de encima el corsé que le imponía el dólar, pero no lo logró. Entre la mayoría de los ecuatorianos, incluso los que lo votaron, el dólar era más popular que él. Indudablemente Correa provocó enorme daño con sus políticas, que, entre otras cosas, provocaron de dos defaults soberanos en 2008 y 2020. Sin embargo, la inflación anual en Ecuador en los últimos veinte años no superó 3% y mientras que en la Argentina promedió 35% y actualmente es de casi 300%. No hay duda de que a los ecuatorianos les fue mejor con un populismo ceñido por la dolarización, que a los argentinos con un populismo monetariamente soberano y recurrentemente irresponsable y que con discrecionalidad gradualista y bienintencionada.

Indudablemente fue Javier Milei quien reabrió el debate cuando anunció su candidatura presidencial con una dolarización como eje central de su plataforma. Su anuncio coincidió con la publicación de dos libros en 2021 y 2022 proponiendo dolarizar la economía argentina. Pero se podría decir que todo esto no fue más que un resultado endógeno. En las últimas cuatro décadas la agudización de otro ciclo de alta inflación nos ha forzado a considerar la dolarización como una opción para lograr la estabilidad duradera de precios, condición esencial para que la economía vuelva a crecer. Que en los últimos ochenta años la estabilidad de precios en la Argentina haya sido siempre efímera excepto bajo la Convertibilidad y que la Convertibilidad haya fracasado son quizás los dos argumentos más potentes a favor de una dolarización. No hay duda de que bajo ese régimen tuvimos la mejor experiencia macroeconómica de los últimos cien años, pero tampoco hay duda de que un régimen bimonetario es vulnerable y relativamente fácil de revertir. Comprar estabilidad por uno o dos años no sirve. Tenemos que terminar con el baile caribeño de dar un paso para adelante y dos para atrás.

No se le puede pedir más a la dolarización de lo que puede dar: una reducción de la inflación de manera rápida y duradera. Todo lo demás –ajuste fiscal, reformas estructurales, apertura económica, etc.– debe obviamente acompañar. La dolarización le dará “cobertura área”, es decir, generará el apoyo político necesario para su implementación. Así lo demuestra la experiencia argentina en los noventa. Hay que rescatar otras lecciones de este período y de la experiencia de otros países como Bulgaria, Ecuador y El Salvador: 1) el equilibrio fiscal no es una pre-condición para implementar una dolarización o una convertibilidad pero si el compromiso de lograrlo con la mayor rapidez posible, 2) la reducción de la inflación recapitaliza políticamente a un gobierno reformista y le permite implementar reformas estructurales (aunque también hay riesgo de complacencia), 3) la estabilidad contribuye a reactivar la economía y, por lo tanto, a cerrar la brecha fiscal. Las reformas de Menem no tuvieron chance de poder ser implementadas y rendir sus frutos hasta que no hubo estabilidad monetaria.

Estamos nuevamente frente a una disyuntiva conocida para todos los que vivimos las hiperinflaciones de los ochenta. En aquella época Brasil, Israel, Perú y otros países emergentes también intentaban doblegar inflaciones altas y persistentes. La Argentina es el único país que no logró escapar de esa trampa. Mas bien logró escapar, pero volvió a las andanzas de manos de un populismo irresponsable y corrupto. Hoy los países que compiten con la Argentina en el podio de la mayor inflación mundial con estancamiento son estados fallidos como Venezuela, Zimbabue, Angola, Sudán y Haití. Hay que ser realistas respecto a lo que puede hacer la política económica en un contexto de anomia institucional y frente a la tiranía del statu quo. Para salir de esta trampa, la dolarización es la única alternativa que ofrece chances de éxito. La dolarización es totalmente viable si está bien diseñada y cuenta con apoyo internacional. La Argentina puede conseguir los dólares para comprar los 8.500 millones de dólares de pesos actualmente en circulación (que equivalen a 120% de un mes de exportaciones promedio 2010-2023). Además, las condiciones internacionales son favorables. Por un lado, el dólar está en sus niveles históricos más altos. Por otro, la polarización geopolítica favorece un alineamiento con el bloque occidental liderado por Estados Unidos. Sería una tragedia que perdiéramos otra oportunidad.

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Fuente: Emilio Ocampo