Escribe Susana Merlo
Buenos Aires, 31 de enero (PR/21) .–El recalentamiento (esperable) de los precios, en especial, de los alimentos, vuelve a dejar en descubierto la casi histórica improvisación y desconocimiento de los distintos gobiernos sobre el tema.
Otro acuerdo por la carne, y van…, Dios solo sabe cuantos, pero también las tarifas, las frutas, el vino, las verduras, la cerveza, el trigo, y lo que se le ocurra al funcionario de turno que, en todos los casos, parece no tener ninguna memoria histórica sobre los (malos) resultados que a lo largo de décadas tuvieron este tipo de prácticas.
Lejos de eso, y de tomar las previsiones y medidas correspondientes aún en épocas de “oposición”, cuando desde el Congreso se podrían impulsar muchos de los instrumentos necesarios para no desembocar en las periódicas urgencias, unos y otros solo se ocupan de la coyuntura, de las elecciones siguientes, y apenas se acuerdan de los precios cuando se recalientan (como ahora), lo que normalmente ocurre cuando ya no se puede hacer más nada, solo cosmética, y esto es así porque aunque resulte una rotunda obviedad, la única formula efectiva conocida para “controlar” los precios, es el crecimiento de la oferta.
Nunca lo contrario.
Se pueden tomar los ejemplos más variados, pero seguramente la carne (vacuna) es el caso más emblemático porque se podría decir que con ella comenzó la Argentina (los saladeros de cueros y su exportación) aún antes de la Colonia, y también porque tal vez a esa época se remontan las primeras intervenciones oficiales en el mercado ganadero, sin que ninguna de las sucesivas y reiteradas fórmulas haya servido para que aumente estructuralmente la oferta de carne y, con ello, se calmen los precios internos, particular desvelo de buena parte de los equipos económicos de los gobiernos de casi todas las épocas, más aún en años de elecciones cuando la inflación suele centrarse en el ojo de la tormenta.
Es cierto que en el caso de la carne vacuna dos de los casos más extremos fueron relativamente recientes, como el inédito “cierre” de las exportaciones en marzo de 2006, y luego la política de precios de la Era Moreno (Guillermo) que terminó desembocando en la pérdida de casi un cuarto del rodeo local (unas 12 millones de cabezas), y cuyas consecuencias aún se están pagando ya que no se termina de recuperar esa pérdida de stock de hace casi una década.
Sin embargo, los datos sistemáticos de intervenciones se remontan a principios del siglo XX y cruzaron horizontalmente a los gobiernos de todos los signos, desde el radical Marcelo Torcuato de Alvear en la década del ´20, hasta el General Alejandro Agustín Lanusse (´71-´73) quién, para colmo, era miembro destacado de una de las principales familias de ganaderos y consignatarios del país, lo que tampoco impidió que finalmente también “metiera mano” en el mercado, y lógicamente sin resultados favorables para ninguna de las partes.
En medio aparecieron la Junta Nacional de Carnes con Justo en los años ´30; el IGA y el IAPI con Perón en los ´50; surgieron las vedas, las declaraciones de “servicio público”; los precios sostén; los máximos; los sugeridos, etc., etc., etc.
Mucho se puede decir sobre todas estas herramientas, sobre los controles de precio, los “congelamientos”, las vedas, las retenciones a la exportación (para supuestamente abaratar el mercado local a pesar de que siempre “sobró” para la demanda doméstica), los acuerdos de cortes para el mercado interno, etc., pero el problema central sigue siendo siempre el mismo: se tratan de controlar las consecuencias, y no el origen, o las causas: y otra vez el caballo se pone detrás del carro.
Y en realidad, el tema es que el problema no es el precio de la carne (o de las verduras, o de la fruta, o de la electricidad, o de lo que sea), el asunto es el bajo poder adquisitivo de la población.
El problema no es “exportar” alimentos, la cuestión es la feroz carga fiscal que se les impone.
La “desgracia” (al decir de la diputada Vallejos) no es el mercado internacional del que hay que “despegarse”, sino el costo argentino que es altísimo y nadie lo reduce, empezando por el propio Estado grande e ineficiente.
El castigo es, en realidad, que no se produzca muchísimo más para abaratar los costos relativos, y que no se facilite la adopción de tecnología, la incorporación de más mano de obra, más proceso, más inteligencia incorporada…
Ahí está el verdadero escollo y, lamentablemente, muchos de los funcionarios a lo largo del tiempo fueron buena parte del problema, y nunca de la solución.
Fuente: Campo 2.0
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