Buenos Aires, 12 julio (PR/23) — De manera tormentosa y con algunos resultados imprevisibles, el sábado 24 de junio pasado se presentaron las listas de candidatos para las elecciones primarias de agosto próximo.
Elecciones primarias es una forma de decir, porque al ser simultáneas y obligatorias, actúan como una primera vuelta electoral. Argentina ha consagrado de este modo otro extravío: un sistema de triple vuelta. De ahí su relevancia, y la tensión exasperante que las rodea.
El carácter tormentoso del cierre, tanto en el sector de la oposición representado por Juntos por el Cambio, y muy especialmente en el oficialismo, tiene una razón preliminar, aunque no la única: los líderes excluyentes de las dos coaliciones que han dominado la política argentina en los últimos veinte años, Mauricio Macri y Cristina Kirchner, declinaron sus candidaturas. Por lo tanto, resulta comprensible que la lucha por la sucesión y luego por el poder se haya agudizado a niveles exorbitantes, al punto de comprometer eventualmente la gobernabilidad futura. Nadie sabe qué lodos producirán estos polvos…
Finalmente han quedado formalizados catorce frentes o partidos, que ofrecen diecinueve precandidatos presidenciales, con algunas figuras conocidas y relativamente previsibles para bien o para mal, seguidos por una ecléctica lista de lunáticos desorbitados.
Obviamente hay, al menos por ahora, cuatro precandidatos relevantes: Sergio Massa, Patricia Bullrich, Horacio Rodríguez Larreta y Javier Milei. Y de esta ponderación también preliminar surge un segundo rasgo significativo para entender este proceso: si el primero fue la declinación de Mauricio Macri y Cristina Kirchner, el segundo es que la oposición concurre dividida en tres. Y a la luz de las encuestas, este rasgo se vuelve central, porque convierte a este proceso electoral en algo tan imprevisible como el camino que nos condujo hasta aquí.
Por supuesto que el cierre de listas de la ahora llamada Unión por la Patria fue el más convulsionado dentro de lo tormentoso del cuadro general, al punto tal que resulta difícil establecer si ese frente representa al oficialismo… o a la oposición. Indescifrable, al menos por ahora. La indeclinable precandidatura de Daniel Scioli y el enigmático lanzamiento, horas antes del cierre, de Eduardo de Pedro chocaron con los eternos e irresponsables desacuerdos entre el Presidente y su vice, dando lugar a una postulación que evidentemente tenía algún plan previamente concebido: la de Sergio Massa.
Este nuevo y asombroso experimento del kirchnerismo estuvo ajustado a diversas interpretaciones, tan contrapuestas como válidas, aunque tal vez algo apresuradas, siendo que fueron formuladas antes que la Sra. de Kirchner utilizara un acto de carácter oficial relacionado con la dramática historia de los derechos humanos en la Argentina para revelar a los ciudadanos lo que ella presentó como “la verdad de la milanesa”.
Hasta ese electrizante momento, para columnistas políticos de la envergadura de Eduardo van der Kooy, del diario Clarín, o Martín Rodríguez Yebra, su colega de La Nación, Cristina Kirchner, de rodillas, acababa de protagonizar su peor derrota política. A la inversa, para el siempre lúcido politólogo Andrés Malamud, “ganó Cristina, no hay otra interpretación”. Pero para Alejandro Catterberg, miembro de Poliarquía, la consultora más influyente del país, ganó Massa, y “Alberto celebra”. Y para Ricardo Kirschbaum, editor principal de Clarín, fue el peronismo que despertó al ver de cerca la derrota. Y tal vez fue la interminable lucidez De Santiago Kovadloff la que encontró una síntesis: Cristina Kirchner le entregó a Sergio Massa una corona, pero envenenada. Una sabia reflexión Shakespeariana, seguramente inspirada en la locura de Hamlet: todos terminaron envenenados.
Pero fue luego de estas interpretaciones que la Sra. de Kirchner ofreció junto al ya formalizado precandidato Sergio Massa su versión de los hechos, la verdadera “historia de la milanesa”. Y es probable que en este caso su relato haya presentado alguna relación con la verdad. Según ella “el presidente de la Nación y presidente de nuestro partido se embanderó en hacer una PASO…Y ni con una 45 en la cabeza me hacían hablarle a nadie ni para subir ni para bajar. Respeto mucho las decisiones”. Una asombrosa novedad. Aunque evitó explicar por qué razón la celebración de elecciones primarias impulsadas por el Presidente le resultaba, a ella y naturalmente a Massa, algo tan inaceptable. Las preguntas sobre esta innegociable condición siguen siendo válidas. Pero hay que recordar un antecedente, que nos ofrece una aproximación: en 2015, a través de un acuerdo que luego resultó fallido, obturó las primarias entre Daniel Scioli y Florencio Randazzo, que hubieran consagrado un candidato más sólido, y eventualmente un nuevo jefe del peronismo. Esa también incomprensible obturación fue la antesala de un desorden, y luego de un fracaso. En ese desorden, prevaleció en el peronismo una sola figura: Cristina Kirchner.
Por lo tanto, sugirió que ante la imposibilidad de utilizar “una 45”, y ante el empecinamiento caprichoso del presidente Fernández, debió contraponer otro precandidato, en este caso alguien que al mismo tiempo es ministro y rival del presidente, Eduardo de Pedro. Y como consecuencia, Fernández no aceptó la candidatura de De Pedro, ni ella la de Scioli. Así se consagró la precandidatura de Sergio Massa, como consecuencia no de un acuerdo sino de un conflicto. Como Aníbal Fernández en 2015, candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires. El candidato de nadie.
En este contexto, Cristina Kirchner propone un experimento aún más asombroso que el de Alberto Fernández en 2019. Un precandidato de una coalición desintegrada, ministro de un gobierno que bate el récord de mala ponderación en la opinión pública, montado sobre un descalabro económico. Solo la audacia de Sergio Massa puede aceptar semejantes términos, desmintiendo su propia afirmación: que en estas condiciones no se podía ser ministro de Economía y candidato presidencial simultáneamente.
Es comprensible, entonces, que la Sra. de Kirchner se desentienda de la elección nacional, y procure defender la provincia de Buenos Aires y algunas bancas en el Congreso. Hasta acá, Kovadloff tiene razón. ¿Prevalecerá esta vez?
Ensayar una respuesta a esta pregunta, además de interesante, se vuelve especialmente inquietante. Cristina Kirchner intervino, incluyendo su triunfo como candidata a presidente en 2007, en ocho elecciones de alcance nacional, cuatro presidenciales y cuatro parlamentarias. Ganó en tres oportunidades: la presidencial del 2007, la reelección en 2011 y la presidencial en 2017 con Alberto Fernández. Pero perdió en cinco: la presidencial del 2015 con Daniel Scioli y las elecciones de medio término en 2009, 2013, 2017 y 2021. Tres victorias contra cinco derrotas. Aún así, logró que alrededor de su figura se organice la política argentina. Por lo menos hasta hoy, o se está con Cristina, o se está en su contra. Se mantuvo al frente básicamente del conjunto del peronismo, y la oposición logró volverse competitiva creando una coalición que tuvo como propósito principal, y lo sigue teniendo, contraponerse a su figura.
En este momento, su declinación presidencial, bajo el inverosímil argumento de la proscripción, ¿qué alcances tendrá? ¿Pretenderá intervenir en el próximo gobierno por fuera del proceso electoral, prescindiendo de la voluntad popular?
Los mismos interrogantes interpelan a Mauricio Macri, con independencia de las razones que exhibió para, como Cristina Kirchner, declinar su candidatura, que en su caso no eran el resultado de una persecución sino de su estoica e inclaudicable lucha contra el ego personal. ¿Intentará doblegar a Horacio Rodríguez Larreta, influir sobre un eventual gobierno de Patricia Bullrich o procurar un acuerdo con Javier Milei sin exponerse personalmente a un fracaso electoral?
Si consideramos la tormentosa situación interna de las coaliciones y el hecho visible de que el conflicto principal de la política argentina no ocurre entre sino dentro de las dos principales coaliciones, y a las luz de las encuestas que hemos visto hasta hoy -ningún precandidato supera el veinte por ciento o algo más de los votos-, es posible que el próximo gobierno nazca débil. Es aquí donde el tema se vuelve inquietante: si Cristina Kirchner y Mauricio Macri declinaron sus candidaturas bajo la pretención de ejercer el poder desde afuera, esquivando una convalidación electoral, el proceso político comienza a tomar un aire antidemocrático.
La revista británica The Economist presentó el nombre de este problema: el Proxy President, el presidente delegado. Pero para la Argentina el asunto no constituye ninguna novedad. Desde la recuperación de la democracia, hemos tenido varios Proxy Presidents, con resultados catastróficos. El presidente Fernando de la Rúa nunca pudo evitar el peso de Raúl Alfonsín ni el rol condicionante de la coalición que lo sostenía, la Alianza. Con independencia de los aspectos financieros, podríamos ver la crisis del 2001 como el resultado de un modo brutal de dirimir un conflicto de carácter político entre los protagonistas de aquel momento. El colapso como un modo de reorganizar el orden político. El caso de Alberto Fernández es prácticamente idéntico.
El presidente Néstor Kirchner estaba también destinado a convertirse en un presidente delegado, por los mismos protagonistas que tomaron el poder luego del desenlace del 2001. Logró evitarlo, radicalizándose. Resulta interesante intentar interpretar la radicalización kirchnerista, no como un impulso ideológico -Néstor Kirchner carecía de esa condición- sino como una respuesta política al problema de la debilidad, que por supuesto luego su esposa llevó al paroxismo. De allí la relevancia de las elecciones primarias, que sirven para comenzar a construir una cierta arquitectura política antes de llegar al poder. Cuando esto no ocurre antes, la construcción del poder debe ocurrir durante un gobierno, y eso en el caso argentino derivó en serias dificultades para gobernar y alcanzar consensos mínimos. Y obturó cualquier posibilidad de superar la crisis.
Con excepción de los casos de los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menen, que llegaron al poder luego de procesos que podríamos llamar clásicos, el 2001 inauguró una etapa dramática de presidentes débiles o radicalizados, con la política organizada de manera primordial alrededor de conflictos dentro de las fuerzas, en lugar de entre ellas, impidiendo la construcción de liderazgos y de consensos. Y sin una arquitectura política sólida es impensable que la Argentina supere ninguno de sus problemas estructurales.
Con independencia de los rasgos principales que presenta esta elección primaria, la declinación de las principales figuras, la división de la oposición en tres partes y los interrogantes que rodean al experimento que protagoniza Sergio Massa, aquí tenemos el principal problema político que enfrenta la Argentina: si de este proceso surgirá un gobierno sólido, un líder radicalizado u otro Proxy President. O un proyecto común consensuado entre los protagonistas que queden en pie.
¿Diremos en el futuro que “de aquellos polvos vienen estos lodos”, como sentenció alguna vez Baltasar Gracián? Pronto lo sabremos.
Fuente: Escrito por Marcelo Longobardi. Especial Newsweek