Por Rodolfo Tarraubella, presidente de Fundación EcoConciencia.

¿Cómo se denomina a aquél que toma un bien o servicio producido por otro, lo utiliza y no paga al productor? Según el diccionario de la lengua española, ladrón es todo aquel que se apropia de lo ajeno sin autorización y sin compensación alguna. Pero, ¿qué pasa cuando este “robo” tiene lugar entre el ser humano y la naturaleza?

Buenos Aires, miércoles 8 enero (PR/25) — Imaginemos dos hermanos que heredan un campo de 10.000 hectáreas con un bosque nativo casi impenetrable. Este bosque, un ecosistema lleno de vida, ha permanecido intacto durante siglos.

Uno de los hermanos, Santiago por ejemplo, decide conservarlo tal como está, respetando su valor natural y su biodiversidad. Su reflexión es ética: ¿cómo destruir una maravilla que costó siglos en formarse?

El otro hermano, vamos a ponerle Sergio, decide talar el bosque para cultivar cereales y oleaginosas. Su razonamiento es económico: ¿cuánto dinero obtendrá al vender la madera y preparar la tierra para la agricultura?

Aquí se enfrenta la ética ecológica con la ética económica. Sergio, el productor de oleaginosas, comprará semillas, combustible, pagará a trabajadores y usará tractores, entre otros insumos. Pero también tomará de la biodiversidad de su hermano: utilizará la fertilidad de la tierra, la polinización de las abejas que habitan en el bosque, y la regulación del clima y las inundaciones proporcionadas por el ecosistema de Santiago. Estos servicios ecosistémicos no tienen precio, al menos no uno visible ni reconocido.

Al final, el dueño del campo de oleaginosas, Sergio, se beneficiará económicamente al vender su producción, mientras que el dueño del bosque, Santiago, proveerá servicios cruciales para la agricultura sin recibir compensación alguna. Sin embargo, si Santiago decide tomar una bolsa de cereales del campo de su hermano, seguramente será denunciado como ladrón. ¿Pero qué pasa cuando el productor agrícola toma los servicios ecosistémicos de su hermano sin pagar por ellos? Absolutamente nada.

Este fenómeno no es exclusivo de los hermanos ficticios. A nivel global, los países más desarrollados han talado grandes extensiones de bosques para generar espacios agrícolas y ganaderos, pero, irónicamente, critican el desmonte de bosques en países en desarrollo, bajo el argumento de la protección ambiental. La contradicción es evidente: mientras unos se enriquecen con los recursos naturales, otros deben seguir protegiéndolos sin ser remunerados por los beneficios que generan para la humanidad.

La pregunta es clara: ¿por qué los servicios ecosistémicos no tienen un valor comercial? Estos servicios, esenciales para nuestra vida cotidiana —el aire que respiramos, el agua que consumimos, la biodiversidad que mantiene nuestros ecosistemas saludables— han sido considerados, durante mucho tiempo, “superabundantes” por la economía tradicional. Sin embargo, esa visión está cambiando. El agua, el aire, la biodiversidad y la fertilidad ya no pueden considerarse bienes superabundantes. Son recursos finitos y su valor debería reconocerse y ser compensado adecuadamente.

Desde la introducción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) en 2015, la sostenibilidad ha dejado de ser solo ambiental y se ha convertido también en una cuestión social y económica.

El planeta es la base de todos los pilares del desarrollo. Sin un planeta saludable, no hay prosperidad ni bienestar para las personas.

Sin embargo, aunque se reconozca la importancia de los servicios ecosistémicos, aún no existe un mercado global para remunerarlos de manera efectiva. En su lugar, solo un servicio ecosistémico ha logrado establecerse en el mercado: la captura de gases de efecto invernadero, que ha generado transacciones superiores a los 100.000 millones de dólares, según el Banco Mundial.

Existen esfuerzos como los de la Bolsa de Comercio de Nueva York y otras iniciativas privadas que buscan crear empresas de activos ambientales, conocidas como Natural Asset Companies (NACs), que venderían estos servicios ecosistémicos a empresas que no los producen.

La ONU también ha establecido pautas para contabilizar estos servicios a través de su Oficina de Biodiversidad (UNEP) en Nairobi, pero aún queda mucho por recorrer.

Mientras tanto, el riesgo de un colapso ambiental, según el Foro Económico Mundial, es cada vez más inminente. Los últimos reportes indican que en solo 10 años podríamos enfrentar una crisis ecológica irreversible.

Y mientras tanto, seguimos siendo “ladrones ambientales”, aprovechándonos de los servicios que nos da la naturaleza sin ofrecer nada a cambio. La lección es clara: el mundo debe reconocer y pagar por los servicios ecosistémicos, empezando por aquellos más visibles, como la captura de carbono.

En este contexto, surge una pregunta fundamental: ¿por qué no hemos entendido aún que la naturaleza, al igual que cualquier otro bien o servicio, debe ser remunerada?

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Fuente: Fundación Eco-conciencia